El año 2020, en su primera parte, pareciera que nos trata de dar una lección a la humanidad; pues apenas inició y ya se podía escuchar sobre un extraño virus que acechaba a China, y, al cabo de los meses, se dispersaría por Europa, hasta llegar a América y el mundo.
Pareciera que no es suficiente la pandemia Covid-19 para volver locos a todos en cuarentena. Los actos racistas y xenofóbicos vuelven a ser a noticia en Estados Unidos de América, donde parecieran nunca terminarse. La muerte de un hombre afroamericano quien es asfixiado por un policía blanco durante angustiantes 8 minutos y 46 segundos, siendo grabado y viralizado en redes sociales el pasado 29 de mayo, levantarían a un pueblo para protestar en contra de actos racistas como este, y como muchos, que sin duda no son de dominio público. Esto generó George Floyd, en Minneapolis, Minnesota.
Pero no solo allá se vive esto, la realidad es que el racismo, la xenofobia y el clasismo habita en nuestro propio país, donde se señala, se agrede y se ridiculiza a personas de tez morena, a los indígenas, a los centroamericanos. Lo podemos ver en el día a día de los inmigrantes salvadoreños, que llegan buscando ayuda, huyendo de los problemas en su país, “brincar pal´ otro lado” en busca de una vida diferente.
No falta en la “bolita” de amigos quien los señale de “prietos” o “chiriguillos”, a quien viene al norte a trabajar, o acercarse a los Estados Unidos, donde muy probablemente serán más discriminados, si no es que asesinados frente a la cámara de un celular.
La piel blanca se asocia con poder y estatus, con gente educada y “nacida bien”, debido a una construcción social excluyente y estúpida, la gente no nace racista o clasista, sino que se va formando conforme a esta violenta crianza. Quisiera que la tendencia sea la unión sin mirar a la raza, la viralización de la convivencia entre diferentes etnias o clases sociales. Pero no es así. Pareciera que no estamos aprendiendo la lección, el Covid 19 se llevó nuestra libertad, pero no nuestras terribles fobias.